En la historia de la Salvación el protagonista siempre es Dios
En la historia de la Salvación el protagonista siempre es Dios

En la historia de la Salvación el protagonista siempre es Dios

En la historia de la Salvación, en la historia del ser humano, en tu historia y en la mía, el protagonista siempre es Dios.

¿Dios ha muerto?

Mientras tratas de ignorarlo, es que vive. Mientras intentas desterrarlo, es que vive. Mientras te moleste, es que vive. Mientras tratas de darle muerte, es que vive. Mientras la idea de Dios persista en tu mente, es que vive.

Se dice que alguien muere en nuestra vida cuando se convierte en un anónimo, cuando nadie recuerda su nombre. ¿Es esto posible cuando, por cualquier circunstancia, ese alguien formó parte de nuestra vida?

Todo interrogante lleva en sí un germen de vida. Si entre los humanos hasta la quinta generación existe una relación, entre Dios, que es eterno, y nosotros, creados para la eternidad, esa relación permanece para siempre.

Hoy los cristianos seguimos celebrando el protagonismo de Dios en la persona del Espíritu Santo y en el Hijo, ese Jesús-Dios que, hace cuarenta días, se hizo uno de nosotros y con nosotros. Cristo, el Ungido del Padre, marca la historia entre lo que el ser humano cree de Dios y lo que realmente es Dios.

El Espíritu Santo, actuando en Simeón, nos revela la presencia de Cristo en nuestra vida y en la de los demás. Sin la acción del Espíritu Santo, no podemos descubrir a Cristo en el prójimo ni experimentar en cada persona la «carne de Cristo», como nos dice el Papa Francisco.

Tampoco podemos encarnar en nosotros la vida de Cristo, es decir, hacer nuestra su vida, viviendo como Él vivió y como nos pide que vivamos. Este es el mensaje que el Padre-Madre Dios nos da a través de Simeón.

Cristo es el mensajero del Padre, la alianza entre Dios y el ser humano. No es solo un mensajero que transmite un mensaje y desaparece.

No. Cristo es un mensajero que se implica en el mensaje, que lo hace vida con su propia vida, asumiendo todas las consecuencias. Él es el propio mensaje.

Para que esta alianza sea efectiva y nosotros podamos ser parte de ella con nuestra respuesta, Cristo se hace uno como nosotros y vive no como el Dios que es, sino como hombre. Siente como nosotros y nos muestra que, con la asistencia del Espíritu Santo, podemos vivir la vida de Dios.

Ese es el mensaje que nos trae Jesús: una vida que se llama Amor con mayúscula. Del amor surge la luz.

Esta es la fiesta que hoy celebramos: Jesús es presentado en el templo por José y María como ofrenda al Padre, cumpliendo con la tradición judía de presentar a los hijos primogénitos como una ofrenda a Dios.

Esto nos demuestra que Jesús, desde su nacimiento, vive como uno más de su pueblo. Y así vivirá hasta su muerte en la cruz. Como un ciudadano más, sí, pero siendo fiel a lo que significaba esa presentación en el templo: ser consagrado a Dios.

Un consagrado es aquel que entrega su vida y es consecuente con lo que ello significa. Nosotros también somos consagrados a Dios por nuestro bautismo. ¿Somos conscientes y consecuentes con lo que eso significa?

Estamos viviendo el Año Jubilar de la Esperanza.

Simeón vivió en esperanza, esperando ver cumplida la promesa de Dios. Aunque a veces nos parezca que Dios se retrasa, él siempre llega.

Dios llega cuando estamos maduros para recibir su mensaje y su gracia.

Por eso, debemos vivir en la esperanza, confiando en que él no defrauda. Vivir esperando es vivir en oración constante, pidiéndole sin desfallecer que venga en nuestra ayuda, que nos muestre su voluntad. Es decirle: «Señor, quiero ser tuyo. Dame fuerza para vivir tu vida, para hacer posible en mi vida el amor con mi prójimo y sentirme amado por el Padre».

Así se sintió Simeón, así se sintió aquella anciana que no cesaba de dar gracias a Dios y de hablar de Jesús como el gran liberador. Él es quien nos libera del mal y quien envía sobre nosotros el Espíritu Santo.

Jesús es la luz que nos ilumina y da sentido a nuestra esperanza.

Como toda luz, nos permite caminar con seguridad y paso firme, evitando que la indiferencia anide en nuestro corazón y nos haga insensibles ante lo que sucede en el mundo: exclusión, violencia, maltrato, abuso, xenofobia, crispación, engaño, mentiras…

Dios no se somete a lo social, cultural o políticamente correcto. Dios está en la «incorrección» porque siempre se pone del lado de los últimos y olvidados. ¿Y nosotros?

Con la presentación del Niño Jesús en el templo, María y José nos ofrecen la luz de Dios.

Ahora nos toca a nosotros tomar el testigo y, viviendo en esa luz, ofrecerla a quienes forman parte de nuestro camino en la vida.

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?»
(Salmo 27 [26])

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