Domingo de Laetare
Domingo de Laetare

Domingo de Laetare

Domingo de Laetare. Cuarto domingo de Cuaresma

  

En el cuarto domingo de cuaresma estamos viviendo un verdadero canto a la esperanza.

En las tres lecturas respiramos esperanza. Ante todo, a pesar de todo y por encima de todo, Dios nos ama. Y Dios nos ama como Padre y Madre que es.

La característica que define a Dios es la misericordia. 

 

Dios no nos quiere muertos, nos quiere vivos. Nos quiere alegres y felices. Porque Él con el Nacimiento y la Resurrección de su Hijo nos ha salvado. La salvación no depende de nosotros, pero quiere que colaboremos en ella. La cuaresma todo lo contrario de ser un tiempo triste, es un tiempo alegre y de purificación. Es un tiempo activo y de faena.  

 

Porque nos disponemos a limpiar la casa.  Abrimos las ventanas para que entre aire fresco y al tiempo sacudimos todo el polvo que nos impide respirar bien.  

Es mucho el polvo que se va acumulando dentro de nosotros, dentro de nuestra mente y nuestro corazón. Eso es lo que no nos permite vivir. Porque la muerte es vivir en la oscuridad que produce la maldad. Es vivir ciegos al amor. De amor se trata la vida del cristiano.  

Para mantenernos en forma espiritualmente, los ejercicios que tenemos que hacer son ejercicios de amor. Amor para con nosotros mismos y amor para con el prójimo. Es la única manera que tenemos de limpiar nuestra casa y de abrir las ventanas y puertas a Dios. Dios no se fija si nuestra casa es bonita o fea; si es rica o pobre, grande o pequeña. La casa de Dios somos nosotros. Y somos creados a su imagen y semejanza. Por eso pertenecemos a Él y se encarga de nosotros asegurándonos que nunca seremos destruidos. Lo único que quiere es que cuidemos la casa. Así podremos amar a Dios. 

 

Los cuidados consisten en el mantenimiento, en los adornos y en la decoración.  

En esto es en lo que se fija Dios. La reparación consiste en no hacer daño a nadie, ni a nosotros mismos. Y si en algún momento somos negligentes, pedirle perdón a Él y a los hermanos y hermanas. Para eso nos deja un sacramento que tiene las mejores técnicas de reparación. 

Éste es el sacramento de la reconciliación, penitencia o confesión, como queramos llamarle.  

El nombre más propio es de Reconciliación.  Los adornos de esta casa, que somos nosotros, no lo olvidemos; son las obras buenas o malas que vamos colgando cada día de nuestra vida. Si las obras buenas, además de ser buenas, las hacemos con amor, entonces la decoración es de un gusto exquisito y perfecta. Esta es la manera que tenemos de colaborar, participando y disfrutando de la salvación de Dios. Es la mejor manera de que Dios se sienta a gusto dentro de nosotros mismos. 

 

La cuaresma es un tiempo alegre porque es un tiempo de luz. La luz se hace donde nace y brilla la esperanza.  

 

En la cuaresma nos encontramos con la cruz, y con Cristo el Hijo de Dios crucificado. Ahora ya no es la cuaresma de Cristo, aquellos cuarenta días que pasa en oración con el Padre y el Espíritu Santo, preparándose para entregar su vida por nosotros en su muerte y resurrección. 

 

Ahora y hasta que resucitemos con Él, es nuestra cuaresma.  Él es el modelo a seguir y a través de Él, el Espíritu Santo nos va purificando.  

 

Toda nuestra vida es cuaresma.  

¿Por qué toda nuestra vida es cuaresma? 

Todos tenemos nuestra propia cruz. Una cruz que tenemos que llevar al estilo de Cristo, con amor. Porque tenemos que ir despojándonos de todo aquello que no nos identifica con Dios. Siempre con la idea muy clara de que nuestro fin no es el sufrimiento por el sufrimiento. Eso sería una ofensa a Dios porque sería una ofensa a nosotros mismos. 

 

Nuestro fin y nuestra meta es que también nosotros resucitamos con Él. Los efectos de la resurrección ya los vamos experimentando en la medida que nos vamos desprendiendo, desangrándonos, muriendo a todo aquello que no es de Dios. 

   

Claro que Cristo sufrió con la Cruz. Claro que nosotros sufrimos con nuestra cruz. Pero el sufrimiento de Cristo no fue triste ni desesperado. Porque era un sufrimiento por una causa noble y justa. Esta causa era hacernos presente el Reino Del Padre. Él sabía que, siendo fiel a su cruz, estaba preparando el camino de la felicidad de todo el Género Humano.  

 

Esta felicidad consiste en que si vivimos como Él vivió, viviremos en la luz y llenos de luz.  

 

Toda obra buena que hacemos es un resplandor de luz que nos ilumina a nosotros e ilumina a los demás.  

Cuando vivimos alejados de Dios vivimos en la oscuridad.  

Nuestra vida es como esos días de niebla en la que no se ve nada. Cuando vivimos alejados de Dios, sólo pensamos en nosotros mismos. Solo miramos para nuestro ombligo, las demás personas no nos importan para nada. Es más, si podemos aprovecharnos a favor nuestro, aunque a los demás les perjudique, no nos importa. Cuando vivimos así, vivimos en el desamor porque el amor de Dios es luz.  

 

Cuando vemos a Cristo en la cruz no podemos quedarnos con la imagen de un muerto, no, sino con la imagen de la voluntad del Padre, Madre, Dios.  La imagen del Amor.

Si el reflejo del amor es luz, también la cruz para nosotros siempre va a ser luz porque es la que ilumina el camino de la verdad. Cristo ya no está en la cruz.  

Cristo es la imagen del Amor. Si el reflejo del amor es luz, también la cruz para nosotros siempre va a ser luz porque es la que ilumina el camino de la verdad. Cristo ya no está en la cruz.  

Cristo vive resucitado en cada uno de nosotros y nosotras. Si queremos que su luz ilumine toda nuestra vida, y si queremos resucitar con Él, tenemos que aceptar la invitación que nos hace, “toma tu cruz y sígueme”.  

Nuestra cruz es ser testigos del Reino de Dios en esta vida.  

¿Cómo?

Haciendo que nuestras actitudes y decisiones sean siempre reflejo de Amor. 

  Tenemos los mandamientos, las bienaventuranzas, las obras de misericordia. Ahí podemos hacer luz los efectos de la cruz. 

 

No es fácil seguir a Cristo, pero es posible, sabiendo que en cada caída está Él para levantarnos ofreciéndonos el alimento de su cuerpo para seguir el camino.  

Al tiempo que nos limpia el sudor y la sangre vertida, haciendo así que ni una gota se pierda para unir a su propio sacrificio y presentándoselo como ofrenda al Padre.  

El Espíritu Santo es nuestra fortaleza y Cirineo que nos ayuda a llevar la cruz. Es el que nos infunde esperanza y alegría para poder decir: 

 “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”.   

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